Los contemporáneos del pintor flamenco Pedro Pablo Rubens (1577-1640) supieron reconocer el indudable talento de este extraordinario maestro del Barroco. Sus sensuales desnudos, sus eruditas alegorías históricas y la perfección de sus retratos no tardaron en convertirlo en uno de los artistas más cotizados y requeridos por las monarquías de su tiempo.
Por otra parte, su inteligencia y discreción, su carácter fuerte y voluntarioso, junto al hecho de que también hablara seis idiomas, propiciaron que, desde su juventud, Rubens llevara una doble y clandestina existencia como diplomático y, a menudo, espía, obligado a intrigar en las cortes de España, Inglaterra o Francia. La suya fue una época de guerras y sangrientos conflictos religiosos, un tiempo en que los Países Bajos luchan por independizarse de España, y Flandes es asolado por las tropas del duque de Alba. Hastiado de las atrocidades de la guerra, convencido de que sólo la paz podía traer la prosperidad, Rubens movió los hilos entre las sombras para que las potencias europeas forjaran alianzas duraderas y construyeran una auténtica confederación de naciones, algo que lo convierte, a todas luces, en nuestro contemporáneo.