«¿Puede un mortal retratarse con palabras como quizás pueda llegar a hacerlo con tiza o carboncillo?», se pregunta Bernard Berenson en el prefacio de estas memorias, iniciadas en plena Segunda Guerra Mundial y que dio por concluidas apenas finalizado el conflicto bélico que sacudió Europa. Ésta será una de las obsesiones recurrentes de su escritura: comunicar una imagen a la vez representativa y consistente, tanto de su propia persona como de los acontecimientos del siglo de los que fue testigo. El resultado es una defensa apasionada de la vida vivida libremente, con las mínimas ataduras y con plena conciencia de las propias fortalezas y limitaciones, además de un canto a la belleza y a las virtudes humanas, no exento de críticas puntualmente feroces a la brutalidad de la que es capaz nuestra especie.
En estos apuntes –un ejercicio de autoconocimiento raro en personajes con la notoriedad de Berenson–, que no llegaron a fraguar nunca en una autobiografía al uso, las anécdotas de carácter personal se entrelazan con su sagaz y singular visión de la historiografía del arte y el papel de connoisseur, así como de la idea de progreso que había sido el principal motor del continente desde el Renacimiento y que la reciente guerra puso seriamente en entredicho. Todo ello acompañado de una conmovedora reflexión acerca de la experiencia de envejecer y la inevitabilidad de la muerte, atravesada por la advertencia platónica de fondo: «La insuficiencia de las palabras para comunicar aquello que sentimos, pensamos o incluso sabemos a ciencia cierta».